jueves, 9 de junio de 2016

Ciudadanía y participación ciudadana en el Perú

REMY, María Isabel (2005) Los múltiples campos de la participación ciudadana en el Perú: un reconocimiento del terreno y algunas reflexiones. Lima: Instituto de Estudios Peruanos. pp. 13 – 16, 32 – 34, 57 – 59, 116 – 118, 148 – 149, 153 – 156.

La participación ciudadana en el Perú parece concitar grandes consensos. Prácticamente en toda dependencia pública existe una oficina de participación ciudadana. (…)

Se espera que la participación ciudadana produzca nuevos vínculos entre la sociedad y el Estado, insuficientemente producidos por la representación política. Correas de transmisión directas entre las demandas e iniciativas de la sociedad y las políticas públicas, generarían estabilidad, evitarían conflictos y garantizarían la gobernabilidad democrática, que no logra garantizar un debilitado sistema de partidos políticos.

Una gama tan amplia, difusa y extensa de mecanismos de participación ciudadana (…) esconde, sin embargo, realidades muy diversas, composiciones múltiples, maneras muy distintas en que la sociedad se involucra en decisiones públicas y, sobre todo, efectos muy diferentes en ellas. Todas se reconocen bajo un mismo nombre, participación ciudadana y tienen en común el ser mecanismos a través de los cuales los ciudadanos inciden o buscan incidir en las decisiones públicas sin la mediación de los partidos políticos.

Definido así, el campo de la participación ciudadana es efectivamente muy amplio; tanto que no hay razón para incluir solo mecanismos institucionalizados y es necesario considerar también los casos en que, por fuera de los mecanismos que definen las leyes o normas de todo nivel de gobierno, los ciudadanos toman la iniciativa de incidir en las políticas públicas. Efectivamente, hay también una participación conflictiva. De hecho, a pesar de la nube de instancias institucionalizadas de participación ciudadana en el país, es claro que uno de los mecanismos más eficaces que tienen los ciudadanos para lograr decisiones del Estado a su favor, es la protesta, y mientras más violenta, más eficaz. Los mecanismos no institucionalizados evidencian los límites de los mecanismos institucionalizados.
(…)
Dos criterios resultan útiles para delimitar campos de participación ciudadana en el país; los cuatro campos o modos que delimitan parecen efectivamente asociarse a estrategias de acción colectiva diferentes (…). Un criterio consiste en verificar si se trata o no de mecanismos institucionalizados, formalizados por leyes o normas; el otro refiere al tipo de acción de que se trata; es decir, si estamos ante mecanismos de diálogo con las autoridades o si se trata de modos de participación en los que los ciudadanos obligan a las autoridades a tomar determinadas decisiones. El cruce de ambos criterios nos permite el siguiente cuadro:


Institucionalizados
No institucionalizados

I
Ley 26300: Mecanismos de democracia directa
II
Protestas y
movimientos sociales
DIÁLOGO CON AUTORIDADES (propuestas)
III
Consejos de concertación; mesas de lucha contra la pobreza; CCL
IV
Propuestas, incidencia

1. Participación por iniciativa: el espacio de la democracia directa 

 La participación ciudadana es un derecho constitucional. A diferencia de otros mecanismos de participación, estamos aquí ante normas universales en las que el sujeto de derecho son todos los ciudadanos organizados o no, y el ejercicio de participación es directo; no está mediado; no se ejerce a través de representantes. El sujeto de la participación no es la sociedad civil, es el ciudadano; el portador de un Documento Nacional de Identidad. (…) La Constitución vigente de 1993 no solo incorpora el tradicional derecho de participación de los ciudadanos en la elección de sus autoridades y representantes, sino amplía la participación a un conjunto de mecanismos de democracia directa. La participación aquí corresponde también al marco de derechos, formalizados, institucionalizados, universales, e incluso definidos constitucionalmente como derechos fundamentales (al mismo nivel que el derecho a la vida, a la libertad, a la libre expresión) y como derechos políticos en todos los niveles de gobierno. Así, es constitucional el derecho “a participar en los asuntos públicos mediante referéndum; iniciativa legislativa; remoción o revocación de autoridades y demanda de rendición de cuentas. También tienen derecho de ser elegidos y de elegir libremente a sus representantes” (Artículo 31 de la Constitución de 1993). Como desarrollo constitucional de estos nuevos derechos políticos, el 18 de abril de 1994 se promulgó la Ley 26300, denominada “Ley de derechos de participación y control ciudadanos”. Esta incorpora por primera vez el derecho de los ciudadanos a intervenir, aún en contra de sus representantes, en la iniciativa y aprobación de leyes y reformas constitucionales; es decir, son los derechos de participación (iniciativa de reforma constitucional; referéndum e iniciativa en la formación de leyes o dispositivos municipales y regionales). También inaugura los derechos de control sobre las autoridades: la ciudadanía puede determinar la remoción de una autoridad nombrada por el Ejecutivo y, sobre todo, puede revocar el mandato de una autoridad electa (solo a nivel local o regional). Participar, pues, ya no constituye solo una respuesta ciudadana a una convocatoria estatal. Más allá del control de las élites políticas, los ciudadanos pueden tomar iniciativas. Así, la ley constituye una garantía básica; permite a los ciudadanos alterar el resultado de su propia participación en elecciones y corregir las acciones o decisiones de sus representantes electos. 

 2. La participación por invitación: instancias de participación en órganos de política sectorial y social 

 Estos mecanismos de participación, a diferencia de los que vimos en la sección 1, no están ante marcos institucionales que posibilitan iniciativas ciudadanas, sino ante espacios donde el órgano de gobierno invita, convoca, a la participación ciudadana. La segunda diferencia básica es que los ciudadanos participan en tanto están organizados, a través de sus representantes. (…) Quienes inauguraron este tipo de mecanismos de participación por invitación, fueron algunos gobiernos locales de la década de 1980 y las experiencias se multiplicaron en la de 1990. En esos mismos años, en el otro extremo del espectro político, el gobierno de Fujimori empezaba también la implementación de los fondos y programas de política social presentados como procesos participativos. Pero el boom de la participación ciudadana como incorporación de “representantes de la sociedad civil” en muchos niveles y toda suerte de comisiones y programas públicos es una innovación del gobierno de transición de Valentín Paniagua. (…) Desde entonces, prácticamente todos los niveles de gobierno, de manera más o menos formalizada con instrumentos legales de mayor o menos nivel, abren espacios en los que los representantes de organizaciones de diverso tipo de la sociedad, discuten y eventualmente elaboran conjuntamente con los responsables de las políticas públicas las orientaciones de la acción pública sectorial o territorial. 

 3. La participación ciudadana en el gobierno local: de las múltiples iniciativas a un nuevo marco institucional 

 La reunión de los vecinos con el alcalde, el “cabildo”, es tan antiguo como la propia institución del gobierno local, la municipalidad; el gobierno democrático antes de la formalización de la democracia. (…) La Ley Orgánica de Municipalidades de 1984, que establece por primera vez su carácter de órganos de gobierno con autonomía en sus atribuciones, contiene un título completo dedicado a la “participación de la comunidad” que incluye el derecho de petición, la creación (por iniciativa del concejo municipal) de comités vecinales como órganos de consulta, y las juntas de vecinos como órganos de supervisión de los servicios. Está normada en ella igualmente la obligatoriedad del concejo de informar periódicamente a los vecinos de la marcha de los asuntos comunales y del estado de la economía municipal, así como la posibilidad de convocar a cabildos abiertos en las localidades pequeñas, o consultas masivas sobre diversos temas de gestión municipal. Todos estos mecanismos de participación, salvo el derecho de petición y de recibir información, eran, sin embargo, discrecionales. Pero serían los nuevos alcaldes de Izquierda Unida, expresivos de las presiones por inclusión de los sectores populares, quienes, yendo más allá del dispositivo legal, inventarían mecanismos de consulta y participación ciudadana. Una primera innovación por fuera de la ley, en la mayoría de los casos, no crean organizaciones como las establecidas por la ley (comités vecinales o juntas de vecinos), sino convocan a las organizaciones populares existentes, en muchos casos, organizaciones de sectores populares que había sido el sustento del trabajo político de la izquierda. 

4. Participación conflictiva: protestas y movimientos sociales 

 Alberto Fujimori había gobernado durante dos periodos y logrado poner en marcha un programa de ajuste estructural altamente regresivo, sin enfrentar protestas o movimientos sociales. Había abierto espacios institucionales para la acción colectiva a través de la ley de participación y control que, sin que fuera utilizada por los ciudadanos, permitía discursivamente canales directos con el poder, dejando de lado la mediación de los partidos políticos. Había puesto en marcha y afinado un sistema de clientela política, creado organizaciones de base subordinadas a los organismos públicos de gestión de políticas sociales y fondos de inversión social, eliminando la mediación de las organizaciones gremiales y debilitándolas. Había montado un sólido aparato de represión e inteligencia militar y controlado el Poder Judicial –en el contexto de la lucha antiterrorista- que disuadía (o eliminaba) potenciales liderazgos opositores. 

Había centralizado el poder como nunca: eliminó los gobiernos regionales, debilitó los gobiernos provinciales apoyando los distritales, instauró la discrecionalidad personal como criterio de utilización de fondos públicos y eliminó mediaciones políticas y sociales. Con todo ello, limitó los recursos organizativos para la acción colectiva de opositores o disconformes; hizo más costosa, incrementando los riesgos represivos, la protesta y, sobre todo, mostró un Estado fuerte, sin fisuras, dispuesto a reprimir, a corromper parlamentarios y jueces y a cerrar espacios abiertos por él mismo cuando existía el riesgo de que se utilizaran en contra de sus proyectos. Y, sin embargo, Alberto Fujimori es prácticamente el único gobernante del Perú del siglo XX que cayó por el contexto creado por el movimiento social contra su régimen. (…) Las elecciones del año 2000 fueron la oportunidad política para la expresión de las muchas protestas que progresivamente fueron coordinándose, integrando a nuevos sectores descontentos, provocando crecientes conflictos y divisiones al interior de la élite gobernante y encontrando importantes aliados internacionales. El movimiento social desencadena la sucesión de acontecimientos que acaba con el régimen. (…) Un elemento que nos permite acercarnos a comprender por qué las personas descontentas en el país buscan incidir en las políticas públicas recurriendo a la protesta, a actos disruptivos frecuentemente violentos en vez de procesar sus demandas a través de mecanismos institucionalizados de participación ciudadana, son las dificultades de representación de la sociedad. Para participar hay que estar organizado. La cuestión de la crisis de representatividad en el país ha sido antes abordada. Solo nos interesa resaltar que el sistema de representación social a través de gremios había construido su eficacia en relación a un desarrollo empresarial asociado a políticas de industrialización sustitutiva y a un Estado fuertemente interventor sobre la economía. Ambos entran en crisis finales de la década de 1970, colapsan con el gobierno de Alan García y se liquidan en el proceso de ajuste estructural. Los gremios nacionales, de obreros, de empleados (como la Federación de Empleados bancarios) o de campesinos van quedando poco a poco sin interlocutores, sin demandas claras y unificadas y, finalmente, sin capacidad de articular intereses de una población cada vez más individualizada, sin referentes colectivos, más sujeta a su iniciativa, sus recursos y sus vínculos primarios para enfrentar la sobrevivencia cotidiana. A ello hay que agregar que, en el proceso de violencia política, muchos dirigentes de organizaciones sociales, de alto nivel como Saúl Cantoral, de la Confederación Nacional Agraria, o Pedro Huilca, secretario general de la Federación Nacional de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos, pero sobre todo de nivel intermedio, fueron asesinados, tanto por Sendero Luminoso que los consideraba una traba para su avance, como por las fuerzas del Estado que aprovecharon el contexto de lucha antisubversiva para atacar también liderazgos gremiales u opositores de izquierda. Sin marcos organizativos ni unidad de objetivos, el ciclo actual de protestas sociales se caracteriza por el estallido, por lo general imprevisible, de protestas múltiples, dispersas, diversas, cuya capacidad de ejercer presión (de ser visibles, de exigir atención) se sustenta menos en su organicidad, masividad y extensión nacional, cuanto en el grado de violencia (o la capacidad de alterar el orden) que son capaces de ejercer, así como a la capacidad de resistir o responder a la violenta represión policial. 

Sin actos de violencia, sin causar algún problema (interrumpir un acceso a la capital en horas punta, el tráfico de una carretera, tomar un aeropuerto o incendiar un local público) que suscite una respuesta violenta del Estado, no son noticia. Las manifestaciones públicas, las marchas, los “plantones” a los que recurrían los estudiantes para protestar contra el autoritarismo de Fujimori, o las acciones originales y llenas de simbolismo como “lava la bandera”, ceden a acciones colectivas de alta conflictividad. (…) Simultáneamente, las protestas son relativamente imprevisibles. Ninguna organización nacional ha levantado las demandas en un pliego, iniciado negociaciones, amenazado con una medida de fuerza y, finalmente, convocado la movilización. Simplemente, el descontento estalla violentamente ante alguna medida desacertada o por las condiciones del contexto local. Su “estallido” altera cualquier planificación estatal. Las propias organizaciones que aparecen conduciendo las protestas son, en la mayoría de los casos, precarias plataformas (sumas de pequeñas organizaciones) u organizaciones preexistentes, como muchos frentes regionales, pero sin vida orgánica significativa, hasta que resultan funcionales al descontento social, cumplen roles importantes en una lucha (organización, piquetes, conferencia de prensa), para luego prácticamente desaparecer, sin capacidad de volver a convocar una movilización ni, sobre todo, un claro mandato de negociación ulterior. Así, lo que pueda conseguir la protesta, lo conseguirá si tiene fuerza para mantener la medida de lucha “hasta las últimas consecuencias”. Éxito o derrota. 

Éxito en muchos casos. Pero, tras la apertura violenta de la agenda, no se consolidan organizaciones estables que canalicen nuevas demandas a través de mecanismos institucionalizados. El recurso a la violencia resulta siendo no solo más eficiente para incidir en políticas públicas, sino también más adaptado a sectores con escasos recursos organizativos, mal representados (o no representados) por élites sociales incorporadas en instancias de participación y concertación de políticas públicas. En el alto nivel de dispersión actual, estos sectores son absolutamente mayoritarios. Las protestas violentas se extienden. 

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