jueves, 9 de junio de 2016

EL SENTIDO DE LA ÉTICA - Miguel Giusti

Texto extraído del libro Debates de la Ética Contemporánea

AL EMPEZAR UN LIBRO que nos anuncia una incursión en los debates principales de los que se ocupa actualmente la ética, debiéramos quizás preguntarnos en primer lugar por lo que ella es y representa. ¿A qué experiencia humana nos estamos refiriendo cuando hablamos de ética y por qué se ha convenido en darle este nombre? Una introducción así no es inusual en los textos que nos explican el origen de la ética. Es más bien frecuente que se busque responder a esas preguntas mencionando un episodio de la Ilíada, al que se le atribuye una fuerza simbólica ejemplar . El episodio se halla en los últimos cantos del poema. Aquiles, dolido y enfurecido por la muerte de su amigo Patroclo, desafía a Hector ante las puertas de la muralla de Troya, y pelea en duelo personal con el hasta hacerlo morir. Sediento aún de venganza, ata su cadáver a un carro y lo arrastra repetidas veces alrededor de la ciudad amurallada en presencia de sus conciudadanos y sus familiares, y se lleva consigo luego el cadáver con la intención de entregarlo a los perros. Es precisamente en el momento en que Aquiles desata su furia para ensañarse con el cadáver de su enemigo muerto, que comienzan a oírse y a multiplicarse las voces que reclaman un «¡Basta ya!», basta de semejante desmesura. Inicialmente es Príamo, el padre de Hector, quien expresa su protesta recordándole a Aquiles que el también ha tenido una familia y un padre, apelando así a su experiencia vivida para que se apiade de ellos y les devuelva el cadáver, al que quieren darle una debida sepultura. El reclamo de Príamo no se refiere a la muerte de su hijo en el duelo, sino al ensañamiento y a la crueldad de Aquiles. Luego siguen los dioses, quienes, pese a haber estado siempre tomando partido por uno o por otro en los combates, reconocen también que se está produciendo una desmesura, y deciden intervenir para detenerla. Leemos así que los dioses protegen el cuerpo de Héctor para que no se deteriore con los maltratos ni el tiempo, y alientan a Príamo a ir en busca de su hijo por entre las tropas enemigas, hasta que Zeus, finalmente, persuade al propio Aquiles a aplacar su ira y a acceder al encuentro con Príamo para devolverle el cuerpo. 

La ética se refiere a esta experiencia de la mesura en la convivencia humana, y a la conciencia de los límites que no debieran sobrepasarse para poder hacerla posible. Naturalmente, no siempre se ha trazado el límite en el mismo Lugar ni la conciencia se ha mantenido invariante en la historia. Veremos, más bien, en los diferentes trabajos que componen este libro, que se ha ido produciendo una evolución de nuestra conciencia moral a lo largo del tiempo, y que la caracterización de esta conciencia no está exenta de controversial. Pero lo que sí parece constante, y constitutivo de la ética, es la convicción de que la convivencia humana requiere de una conciencia y una internalización de ciertos límites, que habrán de expresarse en un código regulador de la conducta. Hemos ilustrado esta experiencia recordando el ejemplo del episodio de la Ilíada, pero podríamos, y deberíamos, rememorarla también pensando en otro caso que nos es más cercano y más vital: el de la dolorosa experiencia del conflicto armado que vivió el Perú, en el que se produjo una flagrante transgresión de los límites de la convivencia social y del respeto a la vida humana. Las imágenes desgarradoras que nos ha transmitido el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación pueden asociarse a las que hemos mencionado hace un momento sobre el ensañamiento de Aquiles y su desmesura, y puede igualmente decirse que ellas nos señalan los límites de la convivencia que nunca debiéramos haber permitido sobrepasar. Ellas nos muestran, pues, cual es el origen de la experiencia humana a la que nos referimos con la palabra ética. A esta situación se refiere el filósofo español Carlos Thiebaut, en su ensayo sobre la tolerancia , cuando define la cuestión central de la ética como el «rechazo del daño», es decir, como la reacción de indignación y de protesta ante el maltrato del otro producido por obra humana. Asocia por eso dicha cuestión con el trabajo de las comisiones de la verdad de las últimas décadas, y ve sintetizada su hipótesis en el famoso título de la comisión argentina: «Nunca más». Nunca más debiéramos aceptar semejante nivel de inhumanidad y de violencia, nunca más debiéramos permitir el daño al otro, nunca más deberíamos eludir la responsabilidad que nos corresponde para lograr vivir en paz. Es de eso que nos habla la ética. No obstante, lo que se ha expresado hasta aquí es solo una intuición general, que requiere de muchas precisiones. Con el ánimo de aproximarnos más a una explicación del sentido y los alcances de la ética, vamos a dividir la siguiente exposición en cinco panes, que habrán de servirnos como una secuencia argumentativa de creciente complejidad. En la primera parte, nos referiremos a la ambivalencia que posee el término «ética» en el lenguaje cotidiano, y a las implicaciones que ello trae consigo. En la segunda parte, nos ocuparemos de la relación existente entre los términos «ética» y «moral», pero principalmente con la finalidad de caracterizar la experiencia humana básica a la que remite el término griego. Ello nos conducirá, en la tercera parte, a precisar mejor la peculiaridad de la ética o del lenguaje moral, especialmente si los distinguimos del lenguaje de la ciencia o del arte. En la cuarta parte propondremos una definición simple y operativa de la ética, que recoja los rasgos que hemos ido aclarando en la exposición anterior. Y en la quinta parte veremos como el desarrollo de dicha definición ha conducido a los autores a diferenciar dos grandes paradigmas de comprensión de la ética en la historia. Terminaremos la exposición con una reflexión final. 

1. Ambivalencia del término «ética» 

 Cuando empleamos en el lenguaje cotidiano la palabra «ética», solemos referirnos a dos cosas distintas, sin diferenciarlas entre sí. De un lado, llamamos ética a la manera que una persona o una sociedad tienen de concebir su sistema de creencias valorativas, es decir, a la reflexión consciente o teórica que ellas poseen en relación con el tema. Pero, de otro lado, llamamos también ética a la manera en que una persona o una sociedad se comportan efectivamente en la vida, es decir, a la conducta que demuestran en la práctica. Decimos, así, por ejemplo, que una persona tiene una ética utilitarista o altruista, dando a entender que la ética se refiere a la concepción que posee, pero decimos también que determinadas conductas de una persona son o no son «éticas», queriendo dar a entender que lo que merece dicho calificativo no es su concepción de las cosas sino su vida práctica. En el primer caso, la palabra «ética» se refiere a la manera de hablar o de concebir las cosas, en el segundo a la manera de vivir. Esta peculiar ambivalencia que venimos constatando la comparte la palabra «ética» con algunas otras palabras del castellano, por ejemplo con la palabra «historia». Usamos, en efecto, este término tanto para referirnos a las acciones o a los hechos ocurridos en el pasado como para referirnos a su recuento o su narración. Historia es ambas cosas, y ello se ve reflejado en el uso cotidiano que hacemos de la palabra. Para el caso específico de la ética, la ambivalencia del término es algo que, en lugar de rechazar, deberíamos tomar con la máxima atención y seriedad, porque de allí se deriva una serie de consecuencias importantes para su caracterización. Retengamos, pues, por el momento, la constatación del uso ambivalente del término, y preguntémonos que implicancias trae consigo semejante peculiaridad. La primera de las consecuencias es, sin duda, la que nos es también lamentablemente más familiar, a saber: que puede producirse, u observarse, en las personas y en las sociedades, una contradicción entre los dos sentidos de la palabra «ética»: puede hablarse de ella de una manera y vivirse de otra. Desde muy temprano advirtieron los filósofos griegos sobre la particularidad de esta contradicción, y sostuvieron por eso que la ética no podía enseñarse como se enseñan las ciencias, ya que muchas de estas son puramente teóricas, mientras que la ética está directamente vinculada con la manera de vivir. Si la ética se enseña solo como un curso teórico, entonces puede agravarse esa contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace; su enseñanza debería comprometer más bien los hábitos de conducta. Una segunda consecuencia, menos evidente que la anterior, es que todas las personas, si bien pueden no disponer de una concepción ética, poseen, si, una conducta o una forma de vivir que puede merecer el calificativo de «ética». En tal sentido, todas las personas o todas las sociedades participan de la dimensión práctica o vital de la ética. Una tercera consecuencia de la mencionada ambivalencia, estrechamente ligada a la anterior, es que para tener competencia o calificación en la ética, no se requiere poseer una concepción teórica o una reflexión explicita sobre ella. Precisamente porque no solo es una manera de hablar sino sobre todo una manera de vivir, puede ocurrir que haya personas o sociedades que merezcan un gran aprecio por su conducta, sin que posean una formación teórica capaz de articular conceptualmente su estilo de vida. No es difícil constatar, en efecto, que personas sin instrucción ni estudios especiales sean consideradas buenas, ni, al revés, que personas muy instruidas muestren una conducta éticamente reprobable. En la ética, pues, a diferencia de lo que ocurre en la ciencia, todos somos competentes. Ahora bien, siguiendo la misma lógica de esta argumentación, tendríamos que extraer una cuarta consecuencia, a saber, que precisamente porque lo fundamental de la ética es la forma de vivir, esta misma nos bastaría para inferir que todas las personas o sociedades poseen una concepción ética al menos implícita. Esto pensaba Kant, por ejemplo, cuando decía que todas las personas se guían en la práctica por pautas de conducta, por «máximas», que son la expresión conceptual implícita de las reglas que orientan su proceder en la vida . Como vemos, la simple constatación de la ambivalencia del término «ética» nos ha dejado varias lecciones sobre nuestra comprensión implícita del problema. Resumiendo, hemos aprendido allí: 1) que puede haber una contradicción entre la teoría y la conducta éticas; 2) que todos poseemos una forma de vivir merecedora del calificativo de ética; 3) que todos somos competentes en ética; y 4) que todos tenemos una concepción ética implícita en nuestra forma de vivir. No obstante, se podrá haber advertido que, a través de estos comentarios, se ha ido produciendo un ligero desplazamiento del sentido inicial del término. En efecto, al comienzo decíamos que, en su uso cotidiano, la palabra «ética» se suele emplear en referencia tanto a las concepciones como a las conductas; pero si en el caso de las concepciones está claro que decimos que son «éticas» aun cuando puedan diferir entre ellas, en el caso de las conductas pareciera que lo que queremos decir es que son «buenas conductas». Sin pretender corregir este uso cotidiano, lo que ahora hemos visto es que la ética, en lugar de restringirse a calificar una categoría de conductas, lo que ella comprende es más bien todo el conjunto de las acciones humanas, tanto las buenas como las reprobables, o, más exactamente, que ella se refiere a la pauta que empleamos para diferenciar entre unas y otras. En este sentido más técnico de la palabra, la «ética» es el criterio del que nos valemos para establecer una jerarquía de valor entre nuestras acciones. Ahora bien, hasta el momento hemos venido comentando el uso del término «ética» sin diferenciarlo de otro termino que, también en su uso cotidiano, parece confundirse con el que es el de «moral». En muchas circunstancias de la vida social no solemos hacer distingos entre expresiones tales como «poco ético» o «inmoral», o entre «ética profesional» o «moral profesional», o entre «falta ética» o «falta moral». Tratemos, por lo pronto, de buscar algo de claridad en esta terminología. 

2. Ética y Moral 

 Entre estos dos términos hay, como veremos, relaciones complejas. Pero lo primero que debe afirmarse es que los une un lazo etimológico muy fuerte, que es seguramente el causante de su permanente y también actual confusión. «Ética» y «moral» son términos etimológicamente equivalentes. «Moral» es la traducción castellana del termino Latino «mos, moris, mores», el cual, a su vez, proviene del griego «ethos, ethike»; la palabra castellana moral no es, pues, otra cosa que la versión Latina del griego ethos. Existe, sin embargo, en castellano también la palabra «ética». Ello se debe a que, ocasionalmente, algunas palabras griegas han obtenido, en castellano, una versión adicional a la que provenía del latín, pero esta vez por medio de la castellanización directa del griego. Es así que «ética» y «moral» resultan ser dos términos castellanos que se emplean para traducir una misma raíz griega: el «ethos». Hay varias palabras en castellano con las que esto ocurre. Pensemos, por ejemplo, en la traducción del termino griego «techne»: de un lado, tenemos la versión procedente del latín «ars» pero disponemos, de otro lado, también de la castellanización directa del griego en la palabra «técnica». Arte y técnica son, pues, por más curioso que parezca, dos versiones castellanas distintas de una misma palabra griega. Que esto sea así en el caso de la techne, es algo sumamente aleccionador, que debería merecer nuestra atención. «Ética» y «moral» son, entonces, expresiones castellanas equivalentes que nos remiten, ambas, al término griego «ethos». Pero, que significa, en griego, «ethos»? Hay, en castellano, dos traducciones frecuentes de dicho término: «costumbres» y «carácter». Que hagan falta precisamente esas dos palabras para traducirlo, es algo significativo y revelador de la concepción griega de la ética. «Ethos» quiere decir, más exactamente, «sistema de costumbres», o sistema de creencias acerca de la valoración de la vida y de las pautas que es preciso seguir para ponerlas en práctica. Si el término se refiere, además, al «carácter», es porque, para los griegos, el sistema de creencias morales podía ser visto también desde la perspectiva de las actitudes y de los hábitos que los individuos iban haciendo suyos hasta convertirlos en rasgos de la personalidad. De la personalidad ética. «Ethos» es, entonces, «sistema de costumbres», pero no en el sentido en que pudiera entenderse a partir de una ciencia social como la antropología o la sociología. Las ciencias se proponen siempre estudiar una materia desde la perspectiva del observador, no desde la perspectiva del participante, y por ello pueden estudiar las «costumbres» de una cultura bajo el supuesto explícito de no hacer intervenir en sus apreciaciones ningún juicio de valor. Y eso es justamente lo que la ética, o la moral, no han querido nunca hacer. En efecto, la disciplina llamada «ética» surgió en Grecia con el propósito, no de describir los sistemas de creencias valorativas existentes en una u otra cultura, sino con el de examinar si dicho sistema era el mejor, o el más deseable posible. Si retomamos los términos con los que veníamos comentando la ambivalencia en el uso de la palabra, podríamos decir que la ética apareció como una reflexión (una concepción) acerca de la mejor manera de vivir o del más adecuado sistema de costumbres (la forma de vida). Recordemos las escenas con las que iniciamos esta Introducción: en ambos casos, tanto en el de Aquiles como en el del conflicto armado en el Perú, lo que la ética promueve no es simplemente un registro de lo sucedido, ni siquiera solo una comprensión distanciada de los hechos, sino un juicio acerca de la transgresión del orden de la convivencia, una reflexión, como decíamos, sobre la necesidad de hallar una mejor manera de vivir. Nos vamos acercando así paulatinamente a determinar la especificidad de los juicios éticos, o juicios morales, cosa que veremos en el punto siguiente. Pero, antes de ello, conviene que culminemos el comentario sobre la relación entre los términos «ética» y «moral». Hemos dicho que se trata de términos etimológicamente equivalentes, referidos ambos a la raíz griega «ethos», y que eso explica la dificultad o hasta la artificialidad de su diferenciación, incluso en el presente. No obstante, muchos manuales de ética, y también el Diccionario de la Real Academia, establecen una distinción conceptual entre ambos. «Moral», se dice allí, significa el sistema de valores inmanente a una determinada comunidad, mientras que «ética» sería más bien la reflexión filosófica sobre el sentido de dichas normas morales . De acuerdo a ello, morales serían las normas específicas que rigen la conducta de los miembros de un grupo; ética, en cambio, sería la perspectiva analítica que se adopta para examinar los alcances o para estudiar la naturaleza del fenómeno moral. Esta misma Introducción sería, pues, un ejemplo de una reflexión de carácter ético, no moral. Ahora bien, por más académicamente respetable que sea, esta distinción está lejos de aclarar las cosas. De un lado, es muy difícil trazar una frontera clara entre los rasgos morales inmanentes a una comunidad y aquellos otros rasgos, éticos, que la trascienden; en efecto, la distinción trae consigo una relativización filosófica de la moral, y es natural que las comunidades morales así relativizadas no compartan semejante punto de vista. Pero, además, de otro lado, no puede en modo alguno decirse que la historia de la filosofía (o de la disciplina moral) nos confirme la claridad de dicha distinción. En las diferentes tradiciones filosóficas, y en sus lenguas respectivas, hallamos más bien una historia muy compleja de reflexión sobre estas cuestiones, que no permite establecer una demarcación suficientemente clara entre los términos «ética» y «moral». Baste citar aquí un ejemplo, de gran relevancia para la discusión de la ética actual. A comienzos del siglo XIX, Hegel propuso, en su libro Filosofía del derecho, una diferenciación entre dichos términos . Su propuesta es especialmente interesante porque se apoya sobre la convicción, expresada con toda claridad, de que los dos conceptos son etimológicamente equivalentes y de que cualquier distinción entre ellos sería puramente convencional. Pero él propone hacerla porque considera que sería una convención razonable diferenciar entre dos modelos globales de comprensión de la ética: aquel que se asocia con la manera de pensar de Kant y de la filosofía moderna, para el que sugiere reservar el nombre de «moral» («moralidad»), y aquel que se asocia con la manera de pensar de Aristóteles y de la filosofía antigua, para el que propone emplear el nombre de «ética» («eticidad»). Esta diferenciación conceptual de Hegel ha tenido grandes repercusiones en la historia de la ética hasta nuestros días, y ha servido incluso para dar nombre a uno de los debates filosóficos mas importante llevados a cabo en la segunda mitad del siglo XX . Pero, como vemos, la propuesta de Hegel no tiene nada que ver con la que hemos mencionado hace un momento en relación con los manuales de introducción a la ética. Peor aún, lo que Hegel llama «ética» o «eticidad» no se refiere a la reflexión filosófica sino, en todo caso, al sistema de valores inmanente a una comunidad, es decir, a lo que en la mencionada distinción se entiende por «moral». Si a alguna conclusión debiéramos llegar en relación con esta materia, es, por así decir, que el hábito no hace al monje: el empleo de cualquiera de estos dos términos no nos exime de la necesidad de dar explicaciones sobre las razones que nos conducen a ello. Teniendo ambos una raíz común, y una historia compleja, no ganamos mucho queriendo forzar una distinción conceptual que peca de imprecisa. Mas ganaremos si, empleándolos indistintamente, nos ocupamos luego de diferenciar, en su interior, los problemas y los aspectos que convenga, entre los cuales se hallara, por cierto, la distinción entre los asuntos relativos a la inmanencia de los valores comunitarios y aquellos relativos a la reflexión filosófica sobre su sentido más general. 

3. La peculiaridad del lenguaje moral 

Volvamos entonces al hilo de nuestra argumentación, que nos estaba conduciendo a precisar paulatinamente cuál es la peculiaridad de los juicios éticos o morales. Al respecto, Kant nos ha dejado varios ejemplos didácticos, uno de los cuales puede sernos aquí de mucha utilidad. Quien vaya a visitar los vestigios de culturas antiguas, nos dice, por ejemplo las pirámides de Egipto (o, podríamos agregar nosotros, la ciudadela de Machu Picchu), puede adoptar diferentes perspectivas en su viaje. Puede acudir interesado en indagar qué recursos tecnológicos utilizaron los egipcios para realizar aquellas construcciones, qué cálculos hicieron y qué conocimientos poseían para ello; en la medida en que dirige su atención a examinar los avances en el campo de la explicación tecnológica de la realidad, diremos, con Kant, que el viajero está adoptando una perspectiva científica. Pero puede también, naturalmente, prescindir de estas preocupaciones y emprender el viaje interesado exclusivamente en contemplar la belleza del paisaje y en gozar del espectáculo que ofrecen las pirámides en aquel entorno; en la medida en que dirige su atención, esta vez, al goce desinteresado en la contemplación de la belleza, diremos que está adoptando una perspectiva estética. En fin, también sería posible que el viajero se interesara más bien por el sufrimiento causado a los esclavos para hacer posibles esas construcciones, o por la injusticia de las relaciones de poder que permitieron semejante dominación; en la medida en que dirige así su atención a la valoración del sentido de las relaciones humanas, diremos ahora que está adoptando una perspectiva moral. El ejemplo de Kant es claro, aunque, como veremos, deja abiertas aun algunas interrogantes importantes. La diferencia entre las perspectivas adoptadas por el viajero nos ofrece una pauta para caracterizar mejor la peculiaridad de los juicios morales. Y lo primero que aprendemos es que no debemos confundirlos con los juicios científicos ni con los juicios estéticos. La ciencia se ocupa de la verdad o la falsedad de los conocimientos, y se vale para ello de una metodología descriptiva o explicativa, que se refiere en última instancia a lo que es, a la realidad existente. El arte se ocupa de la belleza o la fealdad de la naturaleza o las creaciones humanas, y se vale para ello de una metodología estéticamente apreciativa, que se refiere en última instancia al gusto o a la necesidad humana de representarse el mundo. La ética, en fin, se ocupa de la bondad o la maldad de las acciones humanas, y se vale para ello de una metodología estrictamente valorativa o prescriptiva, que se refiere en última instancia a lo que debería ser, a la mejor manera de vivir. Con esta diferenciación un tanto esquemática, pero didáctica, Kant ha querido hacer frente, como lo comentará Karl Popper , al problema de la demarcación entre los campos de investigación y entre los usos del lenguaje que les son correspondientes; de esa manera no solo se establece la necesidad de respetar las diferencias cualitativas entre ellos, sino se sostiene además que cada uno de ellos posee criterios inmanentes para determinar la corrección o la incorrección de los juicios. Verdad, bondad y belleza son conceptos que nos han sido transmitidos desde la Antigüedad clásica como los puntos de referencia últimos de los tres campos principales en que se dividió la investigación filosófica: la ciencia, la moral y el arte. Se trata, en tal sentido, de conceptos sintéticos y ricos en significación, sobre todo por su vinculación a la tradición de la que provienen. A lo mejor ya no nos son hoy en día tan familiares, pues hemos encontrado nuevas expresiones para dar cuenta de los problemas que nos preocupan o hemos desarrollado una nueva sensibilidad; nos es, por ejemplo, más familiar hablar de justicia o de libertad en moral, o de experiencia estética en relación con el arte. Esta circunstancia no debería distraernos, porque también en estos últimos casos seguimos defendiendo la necesidad de establecer una demarcación entre los campos y seguimos pensando en la existencia de criterios intrínsecos de evaluación en cada uno de ellos. Si usamos, pues, los términos clásicos en nuestra presentación, es porque ellos resumen de modo privilegiado lo que queremos expresar. Pero debe quedarnos claro que pueden reemplazarse por otros que les sean equivalentes. Sobre la base de estas consideraciones, nos es posible determinar, pues, en primera instancia, la peculiaridad de los diferentes juicios mencionados. Lo hemos visto ya en el ejemplo de la contemplación de las pirámides, y podemos extender esta misma cautela evaluativa a otros campos de la acción o la vida humanas. La determinación de la verdad de un conocimiento es un asunto que debe juzgarse en el interior del campo científico y con los criterios que le son inmanentes, sin que deba tolerarse la interferencia de criterios procedentes de los otros dos campos. Otro tanto vale, por supuesto, con respecto a la determinación de la bondad de una conducta o de la belleza de una obra de arte. La interferencia de criterios evaluativos, o la invasión de un campo por medio de pautas que le son ajenas, es un peligro constante que atenta contra la autonomía de la racionalidad propia de cada una de las esferas mencionadas. Y, no obstante, las cosas distan de ser tan simples como aquí aparecen en primera instancia. Tomemos como ejemplos las discusiones actuales sobre las investigaciones genéticas o sobre los alcances de la tecnología, a los que se dedican capítulos de este libro. Ocurre, en efecto, que en las sociedades modernas se han tornado decisiones políticas o jurídicas que restringen la aplicación de ciertas tecnologías, o prohíben el empleo de algunos recursos genéticos en seres humanos o que simplemente reorientan su desarrollo. Estas decisiones proceden del ámbito que hemos llamado ético y tienen claras repercusiones en el campo científico o eventualmente en el estético. No se trata, en sentido estricto, de una interferencia epistemológica, porque no se pone en cuestión ni la verdad de los conocimientos ni los criterios que se emplean para establecerla. Pero se trata, sí, de una priorización de la dimensión ética por sobre las demás. Ello no debería sorprendernos, porque, como hemos visto, la ética tiene que ver con la valoración de la vida, con la reflexión que lleva a cabo la propia comunidad humana sobre lo que considera la mejor manera de vivir, y lo que allí se establezca puede tener consecuencias sobre el rumbo que tomen las investigaciones o las producciones de la ciencia y el arte. Lo que venimos comentando equivale a plantear el problema de la unidad que puede o debe existir entre los tres campos mencionados de la ciencia, la moral y el arte, problema que no desaparece aun reconociendo su autonomía relativa. En tiempos antiguos, Platón y Aristóteles, por ejemplo, estaban convencidos de que existía un orden natural, cosmológico o metafísico, que permitía vincular entre sí de manera orgánica las cuestiones relativas a la verdad, la bondad y la belleza. Esta misma convicción se ha mantenido en las sociedades o en las culturas que poseen una cosmovisión compacta y un sistema de creencias de inspiración religiosa. En la sociedad occidental moderna, en cambio, el proceso de secularización ha traído consigo una pérdida de confianza en las imágenes religiosas del mundo, ha instaurado una racionalidad consensual fragmentaria como la que hemos estado exponiendo y ha convertido la cuestión de la unidad de la realidad en un desafío para la razón humana. Y es en el intento de respuesta a ese desafío que la ética adquiere una importancia especial, como aquella dimensión de la experiencia que parece más adecuada para replantear el sentido y la jerarquía de los valores de la vida. 

4. Definición de la ética 

 Sobre la base de lo visto hasta aquí, ensayemos una definición de la ética que recoja los rasgos principales que hemos venido exponiendo. Digamos entonces que la ética es una concepción valorativa de la vida. Su peculiaridad reside en el hecho de tratarse de una concepción valorativa, que pretende decirnos cuál debería ser el orden de prioridades en la organización de la convivencia humana, es decir, que se propone establecer cuál es la mejor manera de vivir. No es, pues, una concepción que se restrinja a describir el modo en el que los seres humanos ordenan el mundo; su punto de vista es el del participante en la interacción, no el de un observador. Tampoco es, en sentido estricto, una concepción estética de la vida, que ponga la mirada en el goce contemplativo o en la representación original de la experiencia, aunque más de uno podría pensar que ésta sería acaso la mejor manera de vivir. Podría serlo, por supuesto, pero sería entonces una concepción simultáneamente estética y valorativa en sentido moral. Recordemos lo dicho sobre la ambivalencia del término «ética». De acuerdo a uno de los sentidos del término, seguramente el principal, la ética es una manera de vivir. Ello se recoge en la definición, al decir precisamente que nos las habemos con una concepción de la vida. No importa aquí si dicha concepción es explícita, en el sentido de que hemos logrado articularla teóricamente, o si es solamente implícita, en el sentido de que ella puede descifrarse si se presta atención a la jerarquía manifiesta en el obrar cotidiano. Lo decisivo es que la ética se refiere al modo en que una persona o una sociedad ordenan su sistema de creencias morales en la vida práctica. De acuerdo a la segunda acepción del término, la ética es una manera de hablar o de concebir las cosas. También este aspecto es recogido en la definición, pues ella nos informa que la ética es, efectivamente, una concepción de la vida. No es indispensable que quien la profesa, o quien la pone en práctica, sea consciente de su naturaleza o su estructura teóricas; la praxis misma es suficiente para dar a conocer el sistema de referencias ideales con el que una persona o una sociedad se identifican. De ningún ser humano ni de ninguna sociedad podrá decirse que no posean una concepción valorativa de la vida, lo cual equivale a decir que tampoco podrá decirse de ellos que no posean una ética. Es, en ese sentido, muy difícil entender que pueda ser una persona «amoral»; con dicha expresión probablemente queremos decir que aquella persona no comparte los criterios fundamentales de la concepción ética que nosotros defendemos, pero eso no puede querer decir que ella carezca de un criterio ordenador de su conducta. En principio, es de suponer que toda persona posee una ética en el sentido indicado. Que la ética sea una concepción valorativa de la vida quiere decir también que ella ocupa un lugar primordial en nuestra reflexión y en nuestra conducta cotidianas, pues es evidente que lo que nos sirve de pauta de orientación de todas nuestras acciones va a estar permanentemente presente en nuestras vidas. Fácilmente podremos constatar esta aseveración no solo si nos ponemos a pensar en la relevancia que puedan tener, por ejemplo, nuestros criterios éticos para evaluar la justeza de las leyes, sino también cuando reflexionamos sobre la importancia relativa que tiene en nuestra vida cotidiana el uso del lenguaje moral. Si tratáramos de medir cuantitativamente el espacio que los juicios morales ocupan en nuestro lenguaje por comparación con el lenguaje científico o el lenguaje estético, es probable que nos sorprenda la notoria preponderancia de los primeros. En el caso del episodio de la Ilíada se nos transmite precisamente que, de acuerdo a la ética defendida por los griegos, es decir, de acuerdo a su concepción valorativa de la vida, la actitud de Aquiles es juzgada como una desmesura o como una transgresión de los límites que dicha ética considera infranqueables. Es la conducta de Aquiles, su acción concrete, la que es sometida a cuestionamiento, y lo es a partir del sistema de valoraciones que sirve de referente normativo a los amigos y enemigos involucrados en la situación, incluso a los dioses. Otro tanto ocurre en el caso de los episodios relatados por las comisiones de la verdad. La ética de nuestras sociedades, nuestra concepción valorativa de la vida, se ha visto estremecida por la violencia que ha sembrado muerte e irrespeto entre las personas. Y el clamor expresado en la invocación al «Nunca más» se muestra como una solicitación a reinstaurar el orden de las valoraciones. No obstante, con una definición como esta nos queda aún pendiente de resolver una cuestión, acaso la más importante. Si bien sabemos ya, en efecto, que la ética está ligada a la valoración de la vida, lo que no hemos aclarado todavía es el criterio o la pauta que subyace a dicha valoración, es decir, nos falta explicar cuál es o cuál debería ser, como se dice cotidianamente, la jerarquía de valores o de normas que oriente nuestra concepción ética. Siguiendo el hilo conductor de nuestra exposición, lo que aún no hemos dado es una respuesta a la pregunta: ¿cuál es la mejor manera de vivir? A ello vamos a abocarnos en el próximo punto. 

5. Paradigmas de la ética 

 En la historia de la ética, al igual que en la historia de la cultura, ha habido, como es fácil de imaginar, muchas concepciones éticas. Un muestrario de esa diversidad lo hallamos en la presentación de los diferentes debates éticos a los que se hace alusión en los capítulos siguientes de este libro. La diversidad se expresa de muchas maneras y puede estudiarse desde diferentes perspectivas: puede analizarse desde un punto de vista histórico o desde un punto de vista sistemático; puede abordarse en vinculación con las concepciones religiosas o con las cosmovisiones culturales; puede asociarse a las obras de los filósofos, a las formas de vida o a los proyectos revolucionarios en la sociedad. Y, no obstante, pese a esta gran diversidad, es posible constatar en la historia, a grandes rasgos, una curiosa y persistente tendencia a responder de dos formas principales a la pregunta por la mejor manera de vivir. En algunos casos, estas dos respuestas son consideradas como paradigmas de la ética, entendiendo por ello visiones valorativas globales, internamente coherentes pero recíprocamente excluyentes. En otros casos, las respuestas son tratadas simplemente como temas de la ética, dando a entender así que cada una de ellas se refiere a un ámbito de los problemas morales y que, por consiguiente, no tendrían por qué ser excluyentes entre sí. Esto es lo que debemos analizar a continuación, empezando por preguntarnos cuáles son esas respuestas. La primera respuesta nos dice que la mejor manera de vivir es respetar y cultivar el sistema de valores (el ethos) de la propia comunidad. De acuerdo a esta concepción ética, el criterio valorativo central que ha de orientar la conducta de las personas y la marcha de la sociedad debe buscarse en el seno de la propia tradición; es allí donde se hallará el ideal moral que de sentido a la vida y que aglutine a los miembros de la comunidad. Como precisaremos más adelante, este es el contexto adecuado para hablar, en la ética, de valores. Entre los especialistas en moral se ha convenido en denominar a este primer modelo de respuesta el Paradigma de la ética del bien común o el Paradigma de la felicidad, aunque hay también otras variantes de esos mismos nombres. Veremos enseguida por qué. La segunda respuesta global a la pregunta decisiva de la ética nos dice que la mejor manera de vivir es construir una sociedad justa para todos los seres humanos. De acuerdo a esta concepción, el criterio normativo orientador de la conducta de las personas y la marcha de la sociedad debe buscarse en un ideal imaginario de convivencia que promueva el respeto de la libertad de cada individuo, sin distinción de cultural ni de religiones, y la práctica sistemática de la democracia y la tolerancia; un ideal así, que es crítico de las tradiciones, solo podrá encontrarse en la representación de una utopía racional. Más que de valores, convendrá hablar en este caso de normas o de principios de acción. A este segundo modelo ético se le conoce como el Paradigma de la ética de la autonomía o el Paradigma de la justicia, aunque también de él hay otras denominaciones que prefieren destacar rasgos como la imparcialidad o la consensualidad. Es preciso, sin embargo, que expliquemos mejor en qué consiste cada uno de estos paradigmas, y en qué sentido ellos pueden ser excluyentes o complementarios. 

5.1. El Paradigma de la ética del bien común

La idea central que congrega a los defensores de un modelo ético como éste es, decíamos, que, para ellos, el patrón de referencias normativas de la conducta personal y social debería ser el respeto y el cultivo del sistema de valores de la propia comunidad. Se le llama un bien común, en alusión a la denominación tradicional entre los griegos, porque con ella se designa un modelo de forma de vida que es considerado ejemplar por la entera comunidad, y con el cual sus miembros se identifican de manera explícita o implícita. Se trata de un conjunto de creencias morales compartidas, mantenidas por la tradición, transmitidas por la educación, subyacentes a la vida social y al orden legal, y permanentemente vivificadas por rituales de reconocimiento y celebración. Se le llama también el Paradigma de la felicidad porque se quiere así rendir tributo a Aristóteles, autor que constituye una de las fuentes filosóficas principales de esta concepción ética, quien sostuviera en sus libros que el fin último de la vida, al que todos siempre aspiramos, es precisamente la felicidad (la eudaimonia). La naturalidad con la que Aristóteles sostiene en su Ética a Nicómaco que todas las personas concordamos en considerar a la felicidad como la finalidad última de la vida, podría sorprendernos si no fuese porque, a pesar de los siglos transcurridos, también nosotros suscribiríamos seguramente esa tesis . El problema, claro está, reside en que, tanto en tiempos de Aristóteles como en los nuestros, no le atribuimos el mismo sentido a la palabra «felicidad» ni asociamos con ella una misma manera de vivir. Pero el que estemos ya todos de acuerdo en identificar verbalmente la meta final de nuestros empeños, no es una cosa de importancia menor. La discrepancia sobre su definición hace precisamente de la felicidad el tema principal de la ética. Para zanjar esa discrepancia, y para precisar el sentido de la felicidad, lo que propone Aristóteles es analizar las aspiraciones que los seres humanos asociamos a nuestras acciones cotidianas y descifrar el ideal de vida que se expresa por medio de ellas. Buscamos todos, al parecer, la forma de vida más plena posible, en donde plena quiere decir: aquella que realiza el bien más preciado (el sumo bien) o la última razón de ser (el fin supremo) de nuestra existencia. Y el fin supremo, o el sumo bien, consiste en realizar permanentemente los ideales de excelencia que la propia comunidad ha establecido para el desempeño de todas nuestras actividades, incluyendo la actividad comunitaria por excelencia, que es la actividad política. La famosa sentencia de Aristóteles, según la cual «el hombre es un animal político», quiere decir, en efecto, que el hombre solo se realizará plenamente (solo alcanzará la felicidad), si vive solidariamente con los otros los valores que los congregan y si contribuye activamente a instaurar y mantener un orden institucional que los preserve. La ética de Aristóteles es un ejemplo particularmente ilustrativo de este paradigma porque nos ofrece una elaboración teórica muy acabada, pero ella es solo uno entre muchos casos de autores, o de sociedades, que conciben explicita o implícitamente la vida moral en torno al ideal del respeto y el cultivo del sistema de valores de la comunidad. Por vincularse la ética, en todos estos casos, a la forma concreta en que la comunidad organiza sus relaciones o modela sus costumbres, suele decirse que uno de los rasgos distintivos del Paradigma es el sustancialismo. También de origen griego, el término alude a la consistencia, la materialidad y la uniformidad del ethos que sirve de punto de referencia para la articulación de la concepción ética. Este rasgo se comprenderá mejor cuando lo contrastemos enseguida con el que caracteriza al Paradigma de la autonomía, a saber, con el formalismo. Se dice, en todo caso, que una ética es sustancialista cuando define la mejor manera de vivir en relación con el tramado específico de costumbres e instituciones propio de la comunidad en cuestión. Ello explica que las éticas sustancialistas comprendan, por lo general, un conjunto vasto de preceptos y de ritos, ligados precisamente a los diferentes modos y prácticas en los que se realiza el ideal de vida comunitario: la vida familiar, el ejercicio profesional, la economía, la actividad política, la relación con los demás, y así sucesivamente, pues para cada uno de estos modos existe un perfil específico de cumplimiento de la excelencia moral. Ha llegado el momento de explicar por qué es este el contexto al que pertenece, en sentido estricto, el lenguaje sobre los «valores». Aunque el uso de este término es hoy muy impreciso y puede referirse a una variedad de aspectos de la valoración moral, lo que originariamente designa es precisamente el conjunto de conductas ejemplares concretas, aquellos perfiles de excelencia moral relativos al ideal de vida de una comunidad, pero estilizados en forma de un catálogo de conceptos normativos. La valentía, la honestidad, la generosidad son «valores», en el sentido en que expresan ideales de conducta reconocidos por nuestra comunidad, a los que asociamos situaciones y modos específicos de comportamiento. El lenguaje sobre los valores solo cobra sentido, en realidad, cuando lo remitimos al sistema normativo de una comunidad. Quien se refiere a una «crisis de valores», está dando a entender justamente que se han puesto en cuestión los parámetros normativos tradicionales, aquellos que sostenían la jerarquía de las conductas en la sociedad. Y quien aboga a favor de una «educación en valores», se está imaginando que los niños deben aprender a hacer suyos los ideales de conducta que la comunidad considera como sus pautas tradicionales de orientación. A todo sistema de valores, como el que caracteriza al Paradigma de la ética del bien común, le corresponde un sistema de virtudes. Las virtudes representan el lado subjetivo de la existencia de los valores. Con esto se quiere decir que, dada la naturaleza de los valores, es decir, dado que son conductas ideales específicas, de parte de los individuos no puede haber neutralidad ni, tampoco, liberalidad frente a ellos, sino, muy por el contrario, el mayor compromiso posible. De los individuos se espera una actitud de adhesión, de respaldo con convicción, de asimilación comprometida de esos valores hasta convertirlos en rasgos del carácter o de la personalidad. Y eso es precisamente lo que son las virtudes: hábitos de comportamiento amoldados al perfil establecido por el sistema de valores. En la actualidad, a diferencia de lo que ocurre con el uso del término «valores», parece haber mucha menos familiaridad con el uso del término «virtudes», pero es solo una cuestión de palabras. Lo que se suele exigir a través de las numerosas campañas a favor de los valores es que las personas los hagan suyos y los incorporen a su modo habitual de conducirse en la vida, es decir, que adopten ante ellos la misma actitud personal y comprometida que se ha asociado tradicionalmente al concepto de virtud. Otro rasgo constitutivo de esta forma de concebir la ética es que en ella se involucran plenamente los sentimientos y las emociones. Ya en el ejemplo inicialmente citado de la Ilíada, podemos apreciar que los juicios morales que expresan la conciencia de la desmesura son todos juicios emocionales que manifiestan un sentimiento de indignación: la impiedad de Aquiles, el pedido de compasión de Príamo, la solidaridad de los dioses, el arrepentimiento tardío del propio héroe. La mejor manera de vivir no es excluir las emociones de nuestra conducta, sino expresarlas claramente, pero en su justa medida. Dice por eso Aristóteles que las virtudes son un modo inteligente, mesurado, de procesar las emociones . Quien actúa moralmente, lo hace comprometiendo sus afectos y adhiriéndose a los valores con el empeño de su entera personalidad. Si al observar una imagen de un campesino maltratado por la violencia, o al ver una filmación de un acto de corrupción, reaccionamos casi instintivamente con sentimientos de compasión o de indignación, es precisamente porque nuestra sensibilidad moral ha sido educada durante años en el respeto de los valores. Por las razones expuestas, puede decirse igualmente, en términos metafóricos, que la Ética del bien común es concebida y formulada desde la perspectiva de la primera persona , de la primera persona en plural. Que el bien, el ideal moral de vida, sea común, significa justamente que es considerado por sus adherentes como el ideal de un nosotros. Nosotros los cristianos, nosotros los atenienses, nosotros los peruanos. Es la perspectiva del participante en la interacción, que emite sus juicios de valor sobre la base de las creencias compartidas en su comunidad. Michael Walzer se refiere a esta idea, con su habitual ingenio retórico, cuestionando la intención de la alegoría de la caverna propuesta por Platón: en lugar de seguir al prisionero que se libera de las cadenas para acceder a una visión del sol (a una comprensión de la verdad de la vida), la ética debería construirse, en su opinión, en el interior de la caverna, y en solidaridad con las creencias compartidas por todos los prisioneros, pues ellas constituyen el único nosotros en el que podamos hallar las pautas de la acción y el sentido de la cosas . La perspectiva de la primera persona representa, naturalmente, una ventaja y un peligro a la vez, como veremos a continuación: ella permite cohesionar a los involucrados en torno a un ideal común, comprometiendo sus sentimientos de adhesión, pero ella puede traer consigo igualmente el aislamiento de la comunidad o la tentación del fundamentalismo. Dado que el nosotros es, por naturaleza, relativo siempre a la comunidad que lo enuncia, y dado que existen muchas comunidades enunciantes, es preciso concluir que en este Paradigma se expresa una ética de tipo contextualista. Recibe este nombre la concepción moral que se origina en un determinado ethos, y que reclama validez en su interior, en función de los valores compartidos. Pero como el ethos, la cosmovisión valorativa, puede ser de muy diversa naturaleza —puede tratarse de una nación, de una etnia, de una religión; puede estar territorialmente delimitada o expandirse sin fronteras—, parece más adecuado denominarla contextual o contextualista. Ello significa que el Paradigma plantea la cuestión moral, tanto en lo que respecta a su origen como a su área de influencia, siempre en vinculación con el contexto en el que se inscribe. Por cierto, la contextualidad de la ética no tiene por qué implicar una relativización de sus expectativas de universalización; al respecto, algunas concepciones son efectivamente expansivas, mientras que otras son herméticas o excluyentes. Del contextualismo hay muchas variantes, como es fácil de suponer, pero en todos los casos se trata de concepciones que cuestionan la posibilidad de desligarse de los contextos para plantear las cuestiones morales. Si nos preguntáramos, en fin, cuál es la fuente última de legitimación de este Paradigma, es decir, por qué debiera considerarse vinculante el sistema de valores que proclama, habría que decir que ello reside en el propio ethos de la comunidad. Esta cuestión es conocida en la ética como el problema de la fundamentación de las normas o de su justificación epistemológica. Es una cuestión de primera importancia, pues tiene consecuencias directas sobre el modo de concebir la validez del bien común, así como sobre el modo de entender la libertad del individuo, pero es también una cuestión de difícil solución. La forma en que este Paradigma la aborda muestra cierta circularidad, ya que la validez del ideal moral es hecha reposar sobre el ideal moral mismo, pero lo hace con la certeza de que no hay otra posibilidad más convincente de resolver dicha cuestión. Para ilustrar esta manera de proceder, Michael Walzer se vale de dos metáforas, y de dos figuras, que son interesantes e ilustrativas . La primera es la metáfora del «descubrimiento», a la que le corresponde la figura de Moisés. El ideal moral se descubre (es descubierto) en el sentido en que, precediéndonos y poseyendo una autoridad indiscutible, nosotros simplemente lo hallamos o lo acogemos; un ejemplo de ello es precisamente Moisés, quien acude al Monte del Sinaí a recibir de manos de Dios las Tablas de la Ley, y las transmite luego al pueblo. La segunda metáfora es la de la «interpretación», a la que le corresponde la figura del profeta. El ideal moral, en este caso, se interpreta en el sentido en que, siempre precediéndonos, es materia de continua revisión y critica; el profeta es, en efecto, un líder religioso perteneciente a la comunidad de valores, pero es también un crítico social que apela a la conciencia de sus miembros para actualizar valores tradicionales que están siendo descuidados por la comunidad. Con ayuda de estas metáforas de Walzer podremos seguramente entender mejor el sentido de la circularidad en la fundamentación del Paradigma. Todos los rasgos que hemos venido enunciando hasta aquí, aun someramente, nos permiten hacernos una idea de la naturaleza y los alcances del Paradigma de la ética del bien común. Hemos visto, en primer lugar, por qué al ideal del respeto y el cultivo del sistema de valores de la comunidad se le da el nombre de bien común o de felicidad, y hemos comentado brevemente el modo en que Aristóteles concibe la aspiración a una vida buena. Enumeramos luego algunos rasgos que son constitutivos del Paradigma: el sustancialismo, la existencia en el de un sistema de valores, la correspondiente exigencia de un sistema de virtudes, el involucramiento de las emociones, la perspectiva de la primera persona, el contextualismo y la referencia al ethos como criterio último de fundamentación. El resultado es un cuadro coherente en el que vemos diseñado un ideal de consenso moral centrado en la vivificación de la tradición valorativa de la comunidad. Quizás podría por ello caracterizarse globalmente a esta visión como un consenso nostálgico . Nos toca ahora pasar a exponer el siguiente paradigma, aquel que hemos vinculado a la segunda respuesta a la pregunta por la mejor manera de vivir. Para facilitar la comprensión de este nuevo modelo, y para percibir más claramente sus relaciones con el primero, vamos a utilizar correlativamente la misma secuencia de rasgos que hemos empleado en la caracterización del caso anterior. 

 5.2. El Paradigma de la ética de la autonomía 

 La idea central que congrega a los defensores de este modelo es, como se recuerda, que la mejor manera de vivir consiste en construir una sociedad justa para todos los seres humanos; este es, para el modelo, el patrón de referencias normativas de la conducta personal y social. Se le ha denominado el Paradigma de la autonomía, evocando el modo en que Kant caracterizara el principio central de esta interpretación de la ética, que es el principio de la libertad del individuo, pero de una libertad que se afirma solo mediante el respeto de la libertad de todos. La autonomía es la capacidad que posee idealmente el individuo de pensar y decidir por sí mismo (de «darse a sí mismo su propia ley», como indica la etimología de la palabra), pero de hacerlo eligiendo al mismo tiempo un marco de referencias (una ley) que haga posible el ejercicio simultáneo de la autonomía de todos, incluyendo naturalmente la suya . De aquí se deriva el sentido más general de la palabra justicia, que da igualmente nombre al Paradigma: una sociedad justa para todos los seres humanos sería, en efecto, aquella que estuviera regida en todas sus instancias por el principio de la autonomía y que permitiera, por tanto, que todos los individuos, sea cual fuere su ethos, ejercieran su libertad sin perjudicar la de los demás. En lugar, pues, de fijar su atención en los contenidos o los valores que pudieran defender los individuos, el modelo se concentra en la regla general de la imparcialidad, cuya función es la de hacer posible la coexistencia de concepciones valorativas rivales entre sí. El Paradigma de la ética de la autonomía surgió en la historia en los inicios de la Edad Moderna con el propósito de ofrecer una alternativa de solución a lo que se consideraba una limitación estructural del Paradigma de la ética del bien común. El acontecimiento emblemático de semejante cambio de paradigma fue la llamada Guerra de las Religiones, que cubrió de sangre y violencia las tierras europeas durante casi treinta años del siglo XVII. Para muchos filósofos de la época, aquella guerra fue interpretada como el síntoma más claro de la crisis a la que habría conducido el conflicto entre las concepciones ético-religiosas, cada una de las cuales reclamaba para sí la verdad de su propio ideal moral . Siendo evidente que ninguna de ellas tenía más derechos de veracidad que las otras, y siendo igualmente obvio que la guerra solo perpetuaba sangrientamente la ausencia de una solución, imaginaron una concepción que redefiniera los objetivos de la moral y que replanteara las cosas en una dimensión diferente. La solución debía ser buscada no solo para poner fin al enfrentamiento entre las naciones, sino también al enfrentamiento entre los individuos, pues la rivalidad entre las concepciones valorativas de la vida, la guerra de todos contra todos, parecía extenderse a cualquier forma de asociación humana. Fue, sin duda, Kant el filósofo que logró conceptualizar, con la mayor genialidad y riqueza, esta intención moderna. Construyó por eso primero una ética sobre la base del principio de la autonomía, por medio de la cual fuese posible fundamentar la conciliación entre la libertad individual y la constitución de un consenso universal. La pieza central de esa construcción es la idea de un principio general, regulador de todas nuestras relaciones valorativas, que nos obligue a actuar siempre cuidando que el ejercicio de nuestra libertad no entre en conflicto con el orden imparcial que permite el ejercicio de la libertad de todos. Kant llamó a ese principio el imperativo categórico, pero de él hay muchos otros nombres en la filosofía moderna y en la contemporánea . Y elaboró luego una Filosofía del derecho (la Doctrina del derecho, en la Metafísica de las costumbres) con la finalidad de hacer también operativo dicho principio en la regulación de la amplia red de relaciones que se establecen dentro de la sociedad. La ética parecía así proponerse una meta más modesta, o desplazar acaso la atención hacia una dimensión distinta del problema moral, es decir, se proponía dejar en suspenso la cuestión de la veracidad de las concepciones éticas y buscar un acuerdo que consistiese en tolerar deliberada y consensualmente la coexistencia de opiniones plurales. A diferencia del anterior, al que caracterizamos como un paradigma sustancialista, este es más bien un paradigma formalista o procedimental. Lo es, porque considera que la ética, más que darnos contenidos valorativos concretos sobre la mejor manera de vivir, lo que debe ofrecernos es una forma o un procedimiento que nos permita discriminar entre los contenidos, de acuerdo a si son conciliables con el libre ejercicio de la libertad de todos. Un buen ejemplo de este formalismo es el principio que rige al sistema democrático: de acuerdo a él, cualquier decisión que se adopte deberá ser respaldada por la mayoría de los involucrados; no se nos dice, pues, qué decisión (con que contenido) debemos adoptar, sino tan solo que, cualquiera que esta sea, deberá respetar el principio de verse respaldada por el consenso mayoritario. Otro ejemplo muy ilustrativo es el del principio que sostiene al ejercicio de las libertades fundamentales: la libertad de opinión, pongamos por caso, indica que todos los individuos tienen derecho a expresar su parecer a condición de permitir el que otros hagan lo propio; no se nos dice, tampoco en este caso, qué opinión debemos defender, sino solo que ella debe ser compatible con el ejercicio de la libertad de todos a opinar. Como se ve, el criterio o la pauta que aquí se proponen tienen la forma de un examen, de un test. Así concibió también Kant al imperativo categórico, pues este nos impele a examinar siempre si las acciones que queremos realizar, sean estas las que fueren, podrían ser compatibles con un sistema imparcial de reglas de convivencia en el que todos tienen derecho a actuar sin perjudicar a los demás. Si nuestras decisiones o nuestras acciones aprueban este examen, entonces ellas serán buenas (en sentido moral) o justas (en sentido jurídico), ya que en ambos casos habrán respetado el principio (formal) ordenador del Paradigma, que es el de hacer respetar la autonomía en el marco de un orden regido por la justicia. Por lo dicho hasta aquí, se entenderá seguramente por qué el concepto de «valores» es, al menos en primera instancia, un cuerpo extraño en el Paradigma de la ética de la autonomía. Los valores están asociados a una manera homogénea de interpretar el sentido de la vida y expresan, como hemos visto, el aprecio por conductas reconocidas como ejemplares en un ethos determinado. Aquí, en cambio, dichas conductas pasan a ser relativizadas e igualadas a muchas otras en el marco de un pluralismo de opiniones que es considerado como un hecho rotundo y básico, sobre cuyo reconocimiento debe recién iniciarse cualquier discusión moral. Son precisamente los valores los que son ahora sometidos a examen: si pasan la prueba del principio formal, entonces serán juzgados como buenos o justos —lo cual equivale a sostener que se está introduciendo un parámetro más abarcador, más abstracto, que llamaremos el concepto de «principios» o de «normas». Estos últimos términos expresan con mayor precisión el tipo de exigencia moral que se hace valer en la concepción moderna: la aceptación voluntaria y consensuada de una regla de conducta general que exhibe neutralidad valorativa. Por lo mismo, no encontramos aquí, como en el caso anterior, una gran variedad de preceptos concretos ligados a las esferas distintas de la vida, sino una cola norma, un solo principio, que hace las veces de pauta continua de referencia para el enjuiciamiento de las situaciones concretas. Ahora bien, decíamos que el concepto de «valores» es solo en principio un cuerpo extraño, porque desde el Paradigma de la ética del bien común suele hacerse la observación que la norma general que ahora comentamos es, en realidad, igualmente un valor, solo que no debidamente reconocido como tal. Un sistema de principios no exige tampoco que nos adhiramos a él con la convicción o el compromiso emocional que requerían los valores. Lo que aquí se exige es por sobre todo el acatamiento racional del gran pacto de imparcialidad, y, como existen fundadas reservas de que todos lo vayan a cumplir espontáneamente, el propio pacto dispone medidas específicas de fiscalización recíproca. Se trata, pues, de acatar la norma y de hacerlo racionalmente, es decir, de convencerse de su evidencia, su necesidad y su conveniencia, aunque no fuese sino por un círculo de costo-beneficio. Es interesante, y reveladora, esta doble cara de la racionalidad política moderna: ella puede significar el respeto deliberado de la igualdad de los sexos humanos, pero ella puede ser también una estrategia de supervivencia con propósitos egoístas; para cada versión hay autores importantes que sirven de respaldo . Esto no quiere decir, sin embargo, que no pueda existir una fe, una creencia firme, en la democracia o en sus principios, sino solo que esa fe no es necesaria, en sentido estricto, para la legitimación ni para el mantenimiento de la vigencia del principio general. El propio Kant nos ofrece las dos versiones comentadas de la racionalidad: el deber moral de todo ser humano es, nos dice, elegir deliberadamente un orden igualitario y tolerante, respetando la dignidad de las personas, pero, si esto no llegara a serle convincente, al menos debiera comprender que el respeto de la ley es lo que más le conviene para vivir en paz y prosperidad. «Hasta un pueblo de demonios», dice Kant en un pasaje famoso , se dejaría persuadir por la idea de que el contrato social es la forma más razonable de vivir, aun cuando lo que los demonios buscaran fuese satisfacer sus intereses egoístas. Ante los sentimientos y las emociones, el Paradigma de la ética de la autonomía expresa una cautelosa, pero firme, desconfianza. Una presencia excesiva de las emociones en la defensa de los valores puede conducir al fundamentalismo, al dogmatismo y hasta al fanatismo, como fue el caso en la mencionada Guerra de las Religiones. Para sortear este peligro de intolerancia que las emociones suelen llevar consigo, el modelo solicita precisamente que se tome una decisión racional, entendiendo por ello una decisión que sea fruto de un razonamiento sobre las causas y las consecuencias del libre accionar de todos los involucrados. Como es natural, no se puede pretender que desaparezcan las emociones; lo que se demanda es más bien que ellas sean encauzadas o reorientadas en función de un bien mayor. Puede adoptarse también una posición más diferenciada al respecto, como lo hacen algunos autores, y sugerir que las emociones tienen un espacio propio, por ejemplo el ámbito privado o el ámbito estrictamente moral, y que ellas deberían ser relativizadas solo en el ámbito público o en el estrictamente jurídico o político . En cualquier caso, por más importancia que se conceda al compromiso de nuestras emociones en la vida cotidiana, está claro que ellas pierden legitimidad y capacidad de validación en el contexto de este Paradigma. Por contraste con el modelo anterior, al que habíamos vinculado con la perspectiva de la primera persona, debe decirse ahora que la Ética de la autonomía es concebida y formulada desde la perspectiva de la tercera persona. La metáfora de la tercera persona se suele emplear para designar un punto de vista neutral, equidistante de la primera y la segunda persona; a él se refieren, por ejemplo, Jean Piaget o Lawrence Kohlberg para caracterizar el estadio más avanzado de la evolución intelectual o, respectivamente, el de la evolución moral del niño. Y Thomas Nagel, un importante defensor de este modelo, da a uno de sus libros el revelador título «Una visión de ningún lugar» («The View from Nowhere») . Es la perspectiva del observador, no la del participante, la que se quiere aquí resaltar, pues se considera que el participante contempla las cosas siempre desde un nosotros centrado en el propio ethos que le impide ser imparcial; lo que se demanda es, en sentido estricto, que el participante haga suya la posición del observador. Quien mejor formula esta exigencia ética es Adam Smith, profesor de Ética en la Universidad de Edimburgo: quien quiera cerciorarse, nos dice, de que la acción que se propone realizar es éticamente correcta, debe ponerse en la posición del «espectador imparcial», es decir, debe hacer el examen que es característico de este Paradigma, el cual obliga a adoptar precisamente la perspectiva de la tercera persona respetuosa de la regla general de neutralidad . Una ética como esta no será tampoco contextualista, como decíamos del caso anterior, sino será más bien universalista. Recordemos que la respuesta a la pregunta por la mejor manera de vivir es aquí construir una sociedad justa para todos los seres humanos. No para los pertenecientes a un ethos común, ni para quienes se identifican con una determinada idiosincrasia cultural, sino para los seres humanos en general, en la medida en que son considerados simplemente como seres humanos. El modelo de la Ética de la imparcialidad aspira a tener una validez universal. Apela por eso a diferentes recursos que permitan pensar en la condición humana en términos igualitarios: la naturaleza común, la disposición racional, la capacidad de diálogo, o hasta la constatación de que todos somos egoístas, para sobre esa base construir un razonamiento que conduzca a la evidencia o a la necesidad de adoptar el principio general del Paradigma. No se considera, por supuesto, que la diversidad de culturas o de credos sea irrelevante ante el problema moral; al contrario, se toma tan en serio su diferencia que no se pretende universalizar las creencias, pues se respeta su autonomía, sino tan solo el modo en que ellas puedan llegar a coexistir pacíficamente con las demás. Por eso precisamente el acuerdo al que se aspira es una norma, no un valor. Si nos preguntamos, en fin, como en el caso anterior, cuál es la fuente última de legitimación de este Paradigma, es decir, por qué deberíamos aceptar que el principio de la imparcialidad es válido o vinculante, habría que responder que ello es así en razón de un contrato o de un diálogo imaginario en el que todos nos hallamos necesariamente involucrados. Debemos respetar el principio de la imparcialidad porque nosotros mismos nos hemos comprometido a hacerlo valer por medio de nuestra decisión de celebrar un pacto social. O debemos hacerlo porque estamos convencidos de que es la condición sine qua non de nuestra posibilidad de dialogar respetuosamente entre todos sobre nuestras maneras de vivir. La fuente última de validez del modelo es la propia decisión libre de los involucrados; por eso, la mejor respuesta a la pregunta «¿por qué debo aceptar este orden moral?», es: «porque tú mismo lo has legitimado con tu propia decisión». Ya hemos comentado que esta decisión puede oscilar entre el altruismo y el egoísmo, entre la búsqueda deliberada de la imparcialidad y el cálculo de costo-beneficio. Pero en ambos casos se trata de una decisión libre, que compromete a los concernidos a respetar un sistema de normas igualitarias de convivencia. Para ilustrar esta manera de concebir la moral, Michael Walzer emplea la metáfora de la «invención». En este modelo, la moral se inventa; son los seres humanos los que, reunidos imaginariamente en una convención, deciden construir o acordar juntos cuales serán las reglas que les permitirán coexistir ejerciendo cada cuál su libertad . Nos toca hacer también en este caso una síntesis de los rasgos que caracterizan al Paradigma de la ética de la autonomía, con la idea de resumir lo que hemos aprendido sobre su naturaleza y sus alcances. Vimos, en primer lugar, en qué sentido se afirma que el ideal moral consiste en construir una sociedad justa para todos los seres humanos: lo que se quiere poner en el primer plano es la posibilidad de que la convivencia pacífica se funde en el respeto de la autonomía mediante la constitución de un orden social de imparcialidad. Hemos ilustrado esta concepción explicando el modo en que Kant concibe el principio del imperativo categórico, o Adam Smith el criterio del «observador imparcial». Y enumeramos igualmente los rasgos constitutivos del Paradigma: el formalismo, la existencia de un sistema de normas, la desconfianza frente a las emociones, la perspectiva de la tercera persona, el universalismo y la referencia al contrato y el diálogo como criterios últimos de fundamentación. El resultado es, también aquí, un cuadro coherente en el que vemos diseñado un ideal de consenso moral centrado en la capacidad de los seres humanos de imaginar una forma racional de regular sus conflictos. Podríamos entonces caracterizar, correlativamente, a esta visión como la aspiración a obtener un consenso utópico. 

6. Reflexión final 

 La existencia de dos grandes paradigmas en la historia de la ética es un hecho importante y aleccionador. Alguna razón profunda debe existir para que los seres humanos vuelvan una y otra vez a formular sus aspiraciones morales recurriendo a semejantes modelos. Cada uno de ellos expresa, como hemos visto, una forma coherente y convincente de explicar cuál debería ser la mejor manera de vivir. En la presentación de sus posiciones, o de sus argumentos, hemos acentuado deliberadamente la lógica interna que los anima o articula, con plena conciencia de que podríamos así estar extremando la oposición al modelo alternativo. Por eso, precisamente, dijimos que los trataríamos como paradigmas, y no simplemente como temas de la ética. Pero es obvio que podrían buscarse, y encontrarse, muchas formas de conciliar las pretensiones de ambos modelos. Esto ha ocurrido con frecuencia en la historia de la disciplina, y ocurrirá seguramente también entre los lectores del presente libro, que hallarán más de una forma de vincular los rasgos éticos que aquí aparecen contrapuestos. Hasta podría decirse que en la ética contemporánea predominan las propuestas de conciliación entre los paradigmas, pues se admite explícitamente que hace falta reconocer la legitimidad de algunas de las reivindicaciones esgrimidas en ambos casos, a fin de buscar una nueva síntesis en el planteamiento de las cuestiones morales. No obstante, aun en las propuestas de reconciliación, suele reiterarse la tendencia a privilegiar una de las perspectivas en disputa. Volvamos a los casos ejemplares con los que dimos inicio a esta reflexión. La impiedad de Aquiles frente a los reclamos de sus parientes y amigos puede interpretarse, naturalmente, como un modo de transgredir el sistema de valores de su comunidad; su desmesura es una falta de respeto del bien común y un alejamiento de la actitud virtuosa que se espera de un combatiente. Pero su conducta podría entenderse asimismo como un modo de quebrar el orden equitativo e imparcial que aun en casos de guerra debería reinar entre los individuos; Aquiles se está dejando llevar por sus emociones y está sobrepasando los límites del ejercicio de su libertad personal. Otro tanto cabría decir sobre los casos que nos transmite el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Las imágenes del sufrimiento de esos compatriotas nuestros sacuden nuestra sensibilidad moral y nos revelan el grado extremo de deterioro de los valores que sostienen nuestra vida en común; ellas despiertan en nosotros la urgencia del compromiso con la solidaridad, la justicia y la vida ciudadana. Pero es claro igualmente que en esas imágenes se pone de manifiesto una flagrante ruptura del pacto que funda nuestra vida social; no se ha respetado la vida, ni la libertad, ni la autonomía de las personas, y se ha pretendido echar por tierra el entero tejido institucional que reposaba sobre la democracia y el estado de derecho. Las dos formas de juzgar moralmente los hechos nos remiten a los criterios que emplea cada uno de los paradigmas analizados para valorar la mejor manera de vivir. A través de ellos se logra articular conceptualmente la experiencia límite que habíamos comentado al inicio con las expresiones «Basta ya» y «Nunca más». 

 Las reflexiones presentadas en esta Introducción, así como las que seguirán en los capítulos del libro dedicados a los debates éticos, son, todas, de carácter filosófico. Es decir, forman parte de lo que hemos convenido en llamar la dimensión teórica o conceptual de la ética. Pero su finalidad última quiere ser, naturalmente, ayudarnos a todos a vivir mejor, como era, según Aristóteles, la razón de ser de la ética. Pensaba el filósofo griego que la mejor manera de vivir estaba siempre ligada a la filosofía, a la teoría, en la medida en que ella nos permite deliberar sobre el sentido de las cocas y sobre los cambios que va experimen-tando esta decisiva experiencia humana valorativa de la vida. Interpretando su concepción ética a la luz de los problemas y los retos que nos plantea la sociedad contemporánea, podríamos decir por eso que, para la filosofía, la mejor manera de vivir consiste en buscar permanentemente la mejor manera de vivir . El libro que presentamos quisiera ser una contribución a esta tarea.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Entonces lo que es etico para mi no debe de ser necesario etico para los otros?

Lostarx dijo...

Se me ocurre pensar que la verdad y la ética se ven desde diferentes aristas.